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Las Camisetas

Había una vez dos amigos de barrio, que como vecinos, se juntaban todos días, después de estudiar, y jugaban un partido de fútbol con los otros niños del barrio en la pequeña cancha de arena del barrio, la que quedaba junto a la iglesia.
Este grupo de niños dejaba todo a la suerte de una moneda. Ésta, determinaba cuál de los dos equipos sacaba primero, a cuál de los dos le tocaba el jugador malo que todos rechazaban, a cuál de los dos le tocaba la arquería de piedras y a cuál le tocaba quitarse la camiseta.
Eran días de calor, de un sol que tostaba las copas de los àrboles. Los que se quitaban la camiseta, celebraban por poder estar más frescos, no les importaba que les fuera a picar la combinación entre sudor y grama y tierra. Estaban felices por liberarse de esa tela sofocante que les impedía correr frescos como en un mal comercial de productos naturales.
Los que permanecían encamisados, se conformaban con ese olor a ropa humeda, con el estampado de su súper heroe pegado a la espalda mojada, con el cuello asfixiante y picoso que los ahorcaba y los regaños de una madre preocupada por las camisetas estiradas a causa de los halones de sus amigos en los partidos: "Vea como volvió la camisa nueva" decían.
Antes de tirar la moneda, decidían los equipos, y daba la casualidad de que estos dos amigos vecinos, quedaban en equipos opuestos; y daba la casualidad también, de que siempre en el equipo en que estaba el uno, les tocaba quitarse la camiseta, mientras que el equipo de el otro se aguantaba su camiseta empapada.
Así pasaron los años. Los vellos pubicos, las novias y exnovias, la curiosidad sexual, la humillación pública, los barros, la voz de niñ@. Crecieron unos metros y maduraron en el sentido técnico de la palabra (a todos nos falta mucho por madurar).
El amigo vecino que jugaba sin camiseta, no aguantaba estar en su barrio o casa con algo puesto de la cintura para arriba. Trabajaba como mecánico en la zona caliente de la ciudad para tener una excusa y mantenerse sin camiseta. Si habìa invierno no salía, y se quedaba en casa sin camiseta. Esto muchas veces, lo hizo propenso a ciertos virus respiratorios.
Una situación ocurrió en su personalidad. Se cansó de ese contacto constante y aglutinante con la piel de los hombres, con sus vellos y sus barrigas. Quedó hastiado de compartir su sudor con otros, pensar en que ese tejido poroso, segregante y grasoso podía tocarlo, le ocasionaba angustia.
Por otro lado, el otro, el vecino amigo del equipo con camiseta, amplió su guardarropa para guardar todas las camisetas que había comprado. Sufría de una extraña fobia e inseguridad al quitarse su ropa, al punto de que la ducha le daba pánico. Trabajaba en el lado frío de la ciudad para mantener cuanta ropa tuviera, no le importaba derretirse por dentro, eso, se volvió señal de seguridad y protección. Sin embargo, encontraba fascinante la piel. Tanto verla, tocarla, chocarla en los partidos de fútbol, le generó cierto encanto. Se obsesionaba por ver pieles humanas sudorosas, esforzándose. Desconcentraba su atención si se la topaba en la calle o lo distraía mientras hablaba.
Así fue la historia con un por-ser-final increible, una moneda que los mantenía en equipos opuestos, dió tantos azares que al final, fue la causa que los hizo dejar de ser vecinos y pertenecer al mismo equipo sin necesidad de jugar un partido.

Comments

Paulafat said…
Jejeje "al mismo equipo"
Me pregunto cómo habrá llegado esta historia en tu cabecita.

Te quiero

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