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Mestiza Antioqueña

La mula me sacudía fuertemente de un lado para otro. Pero el largo viaje desde España hasta la provincia de Antioquia, ya me había acostumbrado a los fuertes movimientos. Me entregaba a la mano de Dios, Nuestro Señor, a pesar de que parecía llegar al mismo infierno, pero era menos de lo que merecía después del acto atroz que cometí en el Reino de España. Los climas variaban sin explicación alguna, y un día podía ser el sol más inclemente, y al otro pasar a las lluvias más torrenciales. Pero no me podía quejar, en vez de la muerte, la benevolencia de mi Rey me envió como castigo a la provincia más alejada y atrasada del virreinato y el territorio de Las Américas. Una tierra rodeada por cadenas de montañas inmensas, encerrada, alejada de las sagradas manos del Rey, que por lo único que es mirada es por su oro.
Llegué ya cuando caía la noche y el valle de San Nicolas el Magno de Rionegro se llenaba de una niebla espesa. El recibimiento fue silencioso en la casa del alférez real, un hombre viudo y con dos hijos. Me ofrecieron comida pero mi pensamiento yacía en una cama o catre, así fuera de paja. Y allá fui a dar, a sumirme en el sueño más profundo que nunca antes había soñado. Pero el nuevo aire, los sonidos de los animales y el frío inclemente de está tierra, me atormentaban el placido descanso. Pero de no haber sido por eso, jamás habría escuchado ese grito, un grito de júbilo y placer, un grito que venía de una algarabía de la calle, de uno de esos fandangos llenos de pecado que había escuchado en Cartagena, sucedían en las noches de la colonia. Pero más que la alegría de este grito, fue su tono de voz lo que me sorprendió. Nunca lo había escuchado a ese nivel, pero era inconfundible. Era una mujer la que gritaba de esta manera. Y no conocía mujer alguna que gritara con tanto espíritu, y eran muchas las que conocía y muchos sus gritos de alegría. De los gritos seguían las risas, de las risas las palmadas, y de nuevo un grito y luego mi sueño.
Al día siguiente, me senté a la mesa con el alférez real y sus dos hijos, hacia la cabecera de la mesa, en la pared de la habitación estaba colgado el pendón de está pequeña Villa. Una esclava nos trajo varios platos, con huevos y pan, y carnes y algo llamado “frijoles”, todo alrededor de una tostada blanca y una taza de chocolate caliente. No sabía por donde empezar esta comida ni la razón por la que había tanta y para todos. Pero lo cierto es que mi hambre voraz no vio la hora de empezar, y celebró cada bocado que se llevó para si. En especial cuando llegué a la arepa, la mezclé con la mantequilla, con el quesito fresco de estás tierras, con el huevo, con la carne, con los frijoles, y hasta la remojé con el chocolate y con todo sabía delicioso, mejor que el mismo pan. Cuando acabábamos llegó el Alcalde con el cura y otro de los vecinos. Y sin sentarse a la mesa, empezaron a hablar con caras preocupadas. Hablaban como si se tratara del mismo diablo, de la tentación, de la lujuria, de las quejas de los vecinos, y de las señoras horrorizadas del valle de Rionegro. Cuando me atreví a preguntar, me hablaron de una algarabía que se escuchaba hacía unas noches en la calle, hacia los lados de los mestizos indios y libres. Pero lo que más los preocupaba eran los gritos de una mujer, una mujer alegre, y no era una de esas que vendía su cuerpo. Decían que era una mujer ajena a Dios, ajena al Rey, sin escrúpulos para manejar su cuerpo, que salía de noche y era ella quien escogía el hombre que quería sin que nadie la escogiera a ella.
“Noche tras noche, ronda tras ronda. Y no la hemos visto, se ha sabido esconder y escurrirse de nuestra autoridad. Mujer del diablo” decía el Alcalde con su robusta cara roja llena de ira. Me pidieron, que como buen vecino, era menester participar en esas rondas nocturnas y encontrar a esta mujer para que recibiera su castigo. Debía portarme bien, pues a pesar de que estaba lejos del Reino, se me había dado una segunda oportunidad.
Me invitaron a recorrer la villa y me mostraban por donde se hacían las rondas. La plaza del pueblo, al frente de la iglesia, estaba llena de vida, pequeños toldos llenos de toda clase de productos, alimentos, flores, cerámicas. Todos se gritaban en una energía, y el aire era aún más diferente. Los olores diversos se entremezclaban formando un nuevo aroma distinta a la de las plazas españolas. Me presentaron a varios personajes del pueblo entre vecinos, criollos y mestizos. Pero mi atención se centró en una hermosa mujer que vendía flores, su nombre Salvadora Cardona, una mujer con un olor más dulce que el chocolate de la mañana, una piel que no era ni blanca como las españolas, ni rojiza como las indias, ni negra como las esclavas. Era una mezcla de todo, pero una perfección en si misma. Un rostro pulido que brillaba con las perlas de su boca, ojos brillantes como si la oscuridad pudiera resplandecer, un cabello alborotado, ondulado, suelto y largo que bajaba por su cuerpo sobre el vestido de telas burdas y ásperas que dejaba ver su cuerpo envidiado por las montañas que encerraban está tierra. Me la presentaron complacidos. Resulta que Salvadora, era una mujer soltera al servicio de la misma corona sin recibir orden alguna, se preocupaba por la belleza de la plaza, de la iglesia y siempre estaba presente en las fiestas religiosas, era comedida y llenaba de flores todo a su alrededor. Me saludó haciéndome una venia mientras sonreía, y se presento con una voz que jamás olvidaría, una voz única fuerte y dulce al mismo tiempo, con ese extraño acento de los de este lado del virreinato.
En todo el resto del recorrido por la villa me había quedado pensando en Salvadora Cardona. Een sus caderas, en sus ojos, en su sonrisa, en su aroma. Y fui a visitarla tan pronto terminé mi recorrido. Debo admitir que mientras la veía rodeada de flores, pensaba en mi pecado cometido en la misma España y la razón por la cual estaba acá. Pero su belleza era hipnótica, y había vivido la distancia que nos alejaba del reino, nadie se enteraría de esto. Pasé el resto del día mirándola, hablándole; y aunque sabía por Ley, que cada uno con su igual, me encontraba a punto de olvidar las leyes otra vez.
Ella se marchó cuando empezaba a atardecer., varias horas antes de que empezara el toque de queda para las mujeres. Yo me fui a casa del alférez real para organizar la ronda de esa noche en búsqueda de la mujer demonio, aquella que debía ser encontrada antes de tentar a las doncellas españolas hijas de las mejores familias. Pero de alguna manera Salvadora Cardona me había hecho olvidar de las normas, de las Leyes Divinas y de la mano del Rey. Ya estaba la plaza oscura y sólo nos valíamos de los faroles de mano y algunos otros en la vía para seguir nuestro recorrido. Recién empezaba mi camino, cuando se escucharon los gritos de la policía, que avisaban el encuentro de la mujer del pecado. Corrí a la casa del alcalde, pero hubiera preferido no hacerlo y quedarme en la ignorancia, pues al llegar a la puerta me encontré con que Salvadora Cardona era la mujer que estaba causando tanto terror en el valle de Rionegro. Mientras se mantenía amarrada y vigilada afuera de la casa del alcalde, los señores nos reuníamos para decidir que hacer con esta mujer impía. Por suerte, mi naturaleza española, y mi tan corta estadía en estas tierras, me pusieron en una posición de sabio y autoridad que me permitió salvarla por esta vez, basado en sus buenos servicios al Pueblo, que la dejáramos pasar con un castigo y una advertencia. Por esta noche Salvadora Cardona sería perdonada y solo se le pondría al cepo. Así paso la noche y el día siguiente y varios días después de este. Me entristecía verla allí pero no le podía hablar.
Cuando fue liberada, no la volví a ver en la plaza, al parecer la vergüenza la había confinado a su casa, no volví a ver sus ojos, sus flores, ni el aroma de su piel canela. No, hasta esa maravillosa noche de ronda, donde la luna llena se reflejaba en las piedras del camino, que me la encontré por accidente huyéndole a la policía, con la falda subida bajando por un zaguán de una casa de mestizos donde había un fandango. Se sorprendió al verme, llena de terror por haber sido descubierta. Pero supo descubrir en mi los ojos de alegría al volverla a ver, y un silencio encubridor, por lo que con una sonrisa me tomó la mano y me llevó corriendo a uno de sus escondites. Sudando y con la risa del susto, nos encontramos juntos en la lujuria del pecado, el mismo que me había echado de España, el mismo que me estaba haciendo feliz.
Así pasaron varias noches, durantes varias semanas. Nos encontrábamos en secreto, y con cuidado, disfrutábamos juntos de los fandangos, de los bailes, del licor ilegal, de los placeres de la carne. Yo la escuchaba hablar cuando el cansancio nos apresaba, me contaba sus ideas, su respeto ante Dios pero su amor a la libertad, su desprecio ante el Rey y su amor por las leyes de la vida diaria, no estaba de acuerdo con que alguien la dominara desde lejos o desde el más allá. Sin embargo amaba lo hermoso, las historias de los santos, la grandeza de las iglesias y el poder que representaban. Sus ideas extrañas, absurdas para una mujer, me llenaban de una emoción desconocida para mí. Las españolas, a las que había disfrutado tanto antes, nunca me habían demostrado tanta pasión por la vida como me lo había demostrado Salvadora Cardona en unas cuantas noches. Fueron momentos felices, para ambos.
Hasta que una noche, antes de que nos encontráramos, el cura doctrinero la vio caminando desprevenida con la luna en su sonrisa, llena del pecado. Fue atrapada, y golpeada, de nuevo amarrada en la entrada de la casa del alcalde. Esta vez no pude hacer nada, la repetición era una ofensa mayor para ellos, y mi naturaleza española había perdido su novedad. La decisión era absoluta, sería desterrada lejos del valle y su jurisdicción, le leyeron el acta a Salvadora y de ella brotaron las lágrimas del dolor de una separación inminente mientras me miraba. Mi posición de poder se veía atada a demostrarle mis sentimientos de dolor o partir con ella. Y fue por eso que ella, desprendiéndose de la libertad que tanto amaba, prometió entregarse a una familia y a las buenas costumbres, seguirlas y alejarse del pecado que había estado viviendo. Sus sollozos, se vieron como de arrepentimiento, y sus rodillas contra el suelo llenaron de misericordia a los vecinos con poder, perdonándole la injuria y dándole una nueva oportunidad.
Antes de llevársela a la casa del cura, donde estaría en vigilancia hasta hallar a una familia, se acercó a mí, y mientras se tocaba el vientre, me susurró:
“No me vayás a olvidar, hoy ya somos dos los que te esperamos”Caminé solo, hacia la casa del alférez real, con la mirada en el suelo, pensando en el futuro de la criatura, en el mío y en el de Salvadora. Después de mis andadas con las blancas españolas, me perdí felizmente por una mestiza antioqueña. Hundido en mis pensamientos, no me di cuenta del negro que me cayo a machetazos donde lo único y lo último que pude escuchar fue: “Te metiste con mi mujer”.

Comments

Paulafat said…
Hola Pqñín.

Es muy interesante tu escrito, y muy bien hecho. Hasta te creí jajaja.

Mentiras, que bueno que te haya servido la clase de historia. Ojalá te siga inspirando para escribir más.

TQM.

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