Iba por la calle, Y qué más, nada más, iba por la calle y me quedé ciego, fue lo que respondió al doctor que lo revisaba perplejo tratando de entender por qué, en lugar de los gelatinosos globos, se encontraban unas cavidades aterradoramente hermosas, tapizadas en satín, con hilos dorados que bordaban flores delicadas alrededor de esos impresionantes huecos y unas piedras preciosas que se iluminaban en la oscuridad con destellos multicolores reflejando la luz de la linterna del médico, como si sus ojos los hubiera reemplazado un vestido de gala, desfilando elegantemente en una cara asustada.
El ciego sentía frente a él la piel de su revisor acalorada por la angustia, recibía su exhalación como una manifestación de su preocupación y unos dedos enjuagados temblorosos estiraban su cara, le movían la cabeza, y en su mente repetía nada más, iba por la calle y me quedé ciego, nada más se mentía, nada más, fue su mirada la última que vi, nada más, iba por la calle y la vi y me quedé ciego, nada más, pasaba a mi lado lado con su vestido de satín y me quedé ciego, nada más, iba por la calle y me enamoré de su sonrisa y mis ojos ya no quisieron ver nada más.
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